Ella sabía que ya no podría salir de allí. En unas horas se celebraría el juicio. Esa noche apenas había dormido. Estaba amaneciendo y daba vueltas por la habitación destartalada donde la habían encerrado. El desorden imperaba por todas partes. Montones de papeles, archivos y libros antiguos se amontonaban sin orden ni concierto en cada rincón. La estancia rezumaba humedad. El penetrante olor del papel mohoso lo inundaba todo.
Se sentó en un viejo sofá desconchado que hacía las veces de cama. Desde allí podía distinguir la caja, colocada sobre un montón de libros. La miró unos segundos de reojo y siguió explorando la habitación. Frente a ella había un marco sin puerta que daba a un pequeño cuartucho anexo con un inodoro y un lavabo. En la pared un espejo clavado con una débil alcayata amenazaba con caerse al suelo y hacerse añicos. Estaba cubierto por manchas negras, que le devolvían su imagen, desdibujada y distante.
Tenía frío. El aire trasnochado por el vaho creaba un ambiente enrarecido. La estancia solo disponía de una pequeña ventana desde la que entraba la luz. Se acercó lo suficiente para que los rayos del sol indeciso rozaran su cara, iluminando su tez.
Mientras la tímida luz del sol acariciaba su cara, no podía evitar sentirse diferente. Siempre se sintió así. Quizás, porque era capaz de encontrar posibilidades frente a cada obstáculo, de comprender lo que parecía confuso, de transformar su realidad y la de otros. Continuamente, descubría algo nuevo.
En lo más profundo de su ser tenía la certeza de que con toda probabilidad se debía a su origen y a los dones que recibió tras exhalar su primer aliento. Esa era la razón por la que algunos la miraban con admiración y otros, con recelo, e incluso, con temor. Nunca habían visto a alguien como ella. Desprendía tal naturalidad y sensualidad, que no dejaba a nadie indiferente.
En aquellos instantes, sin embargo, ella no se sentía poderosa, sino todo lo contrario. Su fragilidad era patente. Su mundo, antes feliz, ahora se tornaba, siniestro y lúgubre. Se preguntaba, si algún día podría regresar a aquel pasado apacible, en el que estaría a salvo de todos, donde no tendría que preocuparse por nada, solo por cumplir una promesa.
Luz, miedo, oscuridad, ensueño, realidad, expectación, artificio, quietud, abatimiento y al final de todo, la esperanza.
Estas palabras las había escrito en una de las paredes de la cochambrosa habitación. Las miraba sin cesar. Le gustaba imaginarse que salían de la pared y se materializaban en una energía misteriosa, posándose aquí y allá, sin más, por algún inexplicable designio divino, invisible hasta entonces.
No podía dejar de pensar en todo lo sucedido. Era evidente que no habían entendido nada. La acusaban de ser la causa del problema y de todos los males que se cernían sobre ellos, pero no era cierto. El mal ya se había instalado allí, mucho antes de que ella llegara. Solo era un chivo expiatorio y sería juzgada por exponerlos a la verdad. En su fuero interno esperaba que alguien se diera cuenta tarde o temprano de la gran injusticia que estaban cometiendo.
Era una mujer en un mundo de hombres, incomprendida, aislada en aquella patética habitación. Sin más consuelo que el que le proporcionaba saber que al final, aunque su futuro se teñía en ese momento de un negro aciago, prevalecería la certeza de haber obrado con inocencia y por pura curiosidad.
El tiempo se había agotado. Los vigilantes abrieron la habitación para llevársela. Miró por última vez hacia la ventana. Le hubiera gustado desvanecerse a través de ella, flotando en la tenue luz que entraba por su estrecho hueco. Recogió la caja y la apretó contra su pecho con fuerza.
La llevaron a una gran sala con altos techos e imponentes columnas. Los jueces la miraban severamente, pero ella ya no tenía miedo. Al contemplar sus caras comprendió de súbito la razón de la desconfianza que aquellos hombres albergaban en su interior, como si un resplandor repentino iluminara su entendimiento. Sus dudas se habían disipado por fin.
Apretó la caja de nuevo contra su pecho y respiró profundamente, esperando. Sabía muy bien que aquel juicio no era más que una farsa y que el veredicto sería: culpable. Los hados así lo habían querido. Los acontecimientos presentes y futuros conllevaban un gran sacrificio por su parte.
Después de las alegaciones, uno de los magistrados se dirigió a ella con tono sentencioso:
—Diga su nombre, por favor.
Carraspeó un poco y volvió a formular la misma pregunta:
—Por favor, diga su nombre.
Ella se levantó y con voz alta y clara dijo:
—Pandora.