A lo largo de la historia el espejo ha sido un símbolo recurrente en la creación artística y en el folclore, debido a su variado y complejo simbolismo. Sus tipologías son tan diversas, que abarcan desde aquellos que poseen poderes mágicos hasta los que se convierten en puertas interdimensionales.
En la literatura se localiza de manera reiterada en múltiples autores, géneros y obras muy dispares. Algunos ejemplos son: A través del espejo y lo que Alicia encontró allí de Lewis Carroll, donde Alicia se adentra en un mundo fantástico por medio de un espejo. En Valle-Inclán, con sus espejos cóncavos y convexos, que nos muestran una visión deformada de la realidad. En los cuentos, como el de Blancanieves con su espejo mágico o El espejo de Matsuyama, en el que la protagonista cree contemplar en él a su difunta madre.
En las distintas tradiciones se manifiesta de formas muy variadas y se ha incorporado mediante múltiples imágenes: escudos brillantes y metálicos, fuentes y arroyos, o cristales y diamantes, entre otros.
Para los aztecas el nombre de Tezcatlipoca significa «espejo humeante». Por lo general, este se ha representado como un espejo de obsidiana en la nuca de la deidad, con el que podía adivinar el futuro y conocer lo que albergaba el alma de los hombres. En la mitología clásica se nos presenta en el mito de Perseo por medio de un pulido y lustroso escudo reflectante, con el que el héroe puede observar a Medusa sin convertirse en piedra. En la fábula de Narciso el espejo se identifica con un estanque en el que ve reflejada su propia imagen y de la que se enamora. En el relato de Dioniso, quién al mirarse en él crea la pluralidad.
En algunas de estas fábulas el espejo contiene la idea de reflejo, sin embargo, ¿qué o a quién nos devuelve? Quizás, la verdad o solamente, una representación ilusoria e intangible de nuestro propio ser. Tal vez, la vanidad exacerbada o una versión alterada de nosotros mismos.
El espejo inevitablemente nos induce a pensar sobre nuestra identidad y el conocimiento del yo. En su hondura reside esa consciencia, que desde un universo particular, en ocasiones, observamos en secreto. Se identifica con la existencia, la verdad y la entidad. Aunque, también, nos revela conceptos como los de dualidad, multiplicidad y alteridad. De la misma manera que en el mito de Dioniso, que fue capaz de transformar el uno en otros.
La imagen que descubrimos en el espejo se me antoja una expresión psíquica de lo que somos. Una efigie, que a veces nos sonríe desde el otro lado y, en cambio, otras, mantiene un semblante hierático, semejante a una antigua escultura que nos mira con serena impasibilidad.
Es curioso advertir la manera en la que el hombre se sirve del propio hombre como espejo. Cuando utilizamos la metáfora de «los ojos son el espejo del alma», estos se transforman en los espejos con los que podemos entrever a los demás o, al menos, intuir lo que alberga su interior.
El reflejo que contemplamos en el espejo no es siempre el mismo. Lo podemos entender como una adaptación, una evocación del pasado, una proyección, una trasposición, el intermediario entre lo real y lo irreal, el reverso de una moneda, una suerte de anagrama que refleja un instante fugaz. Si escribimos la palabra «Roma», nos devuelve «Amor». Me pregunto ¿qué nos devolverá el espejo a cada uno al mirarnos en él?
Tal vez, de la misma forma que en el cuadro de El espejo falso de René Magritte (1928), debamos no solo observar lo que existe en el exterior, sino volver nuestros ojos-espejos adentro, donde podamos despertar a esa parte que permanece latente, esperando a que le devolvamos la mirada.
El espejo falso. René Magritte (1928)